Escocia salió al césped como si quisiera exorcizar la derrota ante Nueva Zelanda de la semana pasada. Y durante 55 minutos lo logró: ritmo, precisión y un 21-0 que sonaba a bálsamo. Ashman por duplicado, Dempsey sumando potencia… y un Murrayfield que comenzaba a creerse la tarde perfecta.
Pero el rugby, ese deporte que solo respeta a los despiertos, siempre guarda una trampa. Y el primer chispazo llegó con el sin-binning de Kinghorn, seguido por un pase desviado de Finn Russell. Una grieta en la pared. Una señal de alarma. Argentina, que hasta entonces parecía jugar a dos velocidades menos, encontró ahí el interruptor.
El resto fue un vuelco épico: cinco tries de Los Pumas en media hora, cuatro desde corta distancia, todos con un nivel de ferocidad que Escocia nunca pudo igualar. Montoya encendió la mecha, Isgro y Rubiolo empujaron el vendaval, y Matera dio vuelta el marcador en el minuto 76 con un try de pura rabia competitiva. Para rematar, Piccardo puso el candado con un penal lejano que silenció lo que quedaba de público.
El otro protagonista fue el banquillo argentino. Lo que algunos llaman “impacto”, hoy fue detonación pura: Carreras, Gallo, Matera… la “Brigada Bomba”, como diría cualquier cronista sudamericano sin temor al dramatismo. Entraron antes de lo previsto y cambiaron la temperatura del partido en un parpadeo.
Y Escocia… ¿qué queda decir? Que no basta con dominar una hora. Que 21 puntos no garantizan nada ante un rival capaz de reinventarse sobre la marcha. Que, por segunda semana consecutiva, dejó escapar un triunfo que parecía firmado. Que si Nueva Zelanda fue dolor, Argentina fue desconcierto.
Los Pumas viajarán a Twickenham con una ola gigantesca detrás: triunfo récord en Cardiff, remontada imposible en Murrayfield y una confianza que asusta. Escocia, en cambio, deberá lamer sus heridas antes de recibir a Tonga, preguntándose cómo un partido controlado se transformó en una pesadilla azul y blanca.
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