
En el Campo Central del ATP Torino, el tenis es de alto nivel… y el reglamento, también. Tan alto, que si usted llega con un humilde panino en la mochila, prepárese: será tratado como si intentara meter una bengala en Wimbledon.
Los organizadores, inspirados quizás en los sagrados rituales del té japonés (pero olvidando que acá somos latinos y tenemos hambre todo el día), han decretado que no se puede comer en las gradas. Ni siquiera los niños de las escuelas que, emocionados por ver tenis, terminan castigados con una merienda clandestina escondida entre los apuntes de geografía. Una injusticia digna de debate parlamentario.
Pero la verdadera odisea empieza cuando el público decide salir a buscar comida afuera. Ahí se arma la madre de todos los embotellamientos. La escena es digna de un documental sobre migraciones masivas: decenas de fans desesperados por un pan relleno, una pizza al taglio o una botella de agua a precio humano, corren al exterior como si Nadal estuviera regalando autógrafos.
Y el regreso… ¡ah, el regreso!
Volver al estadio es un vía crucis moderno. Las filas se estiran más que un partido de cinco sets. El tiempo avanza, la ansiedad crece… y cuando finalmente logran entrar, ¡Sorpresa! El partido ya está en match point y el rival de tu jugador favorito está saludando al juez de silla.
Algunos fans, en shock, preguntan si pueden repetir el encuentro, como si esto fuera Netflix. Otros, resignados, optan por comerse el sándwich mirando el marcador electrónico y jurando que el próximo torneo lo miran desde casa, en pantuflas, con el panini en la mano… y sin prohibiciones absurdas.
Conclusión:
En Torino, si querés ver tenis… comé antes. Porque acá, el verdadero match es entre el hambre y el reglamento.
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