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El majestuoso Messi escribe un capítulo final en la historia de la Copa Mundial

Qatar, 19/12/2022

Cuando brilla una estrella luminosa como Lionel Messi, todo el mundo desea disfrutar de su resplandor. Incluso, al parecer, el Emir de Qatar eligió el momento de la investidura de Messi como ganador de la Copa Mundial engalanandolo en un bisht negro, un manto tradicional usado en las sociedades árabes desde hace siglos. Una gentileza de presentar sus anfitriones en algún modo eterno, vinculándolo a los atavíos de la realeza. O bien para dejar su impronta indeleble en una noche deportiva única.

Messi, venciendo la Copa Mundial, ha regalado a la familia Al-Thani, que gobierna Qatar, un final que ni siquiera 200.000 millones de euros podrían comprar. Porque confirió la inmortalidad a un torneo que, durante 12 años, había parecido destinado a ser recordado por todo menos por el deporte.

Es posible que la voluntad de que Messi ganara el Mundial se haya convertido de hace tiempo en un anhelo casi universal, al que sólo se resistían personajes como Cristiano Ronaldo y sus apologistas. Pero la fuerza del sentimiento público rara vez garantiza que se llegue al resultado deseado. 

El fallecido Diego Armando Maradona, en cuyo jardín de Buenos Aires el triunfo de Argentina fue recibido con especial fervor, tenía impulsos autodestructivos que le llevaron a la desgracia. Messi, sin lugar a dudas, tiene otro modo de pensar. Mientras Maradona reino en el desorden, su peor enemigo, su heredero demuestra tener un excelente sentido del control.

La impresión general del encuentro fue que Messi no iba a dejar pasar esta oportunidad del Mundial. Se notó en el penal que lanzó y que dio alas a éste maravilloso final, y en el gol que marcó en la prórroga que parecía ser el decisivo. Fue una intervención inusualmente frenética de Messi, pero aún así necesitó la presencia de ánimo para concluir. Mientras se alejaba exultante y sin necesidad de que la tecnología confirmase que el balón había cruzado la línea, se intuía la alineación de los astros.

Cuando Gonzalo Montiel lanzó el penal de la victoria por encima de Hugo Lloris, Messi se arrodilló en señal de gratitud, sus compañeros le rodearon y acunaron su cabeza como si fuera el hijo pródigo de la nación. 

La misión de Messi fue una empresa colectiva, en la que los jugadores argentinos parecían aliviados de haber cumplido por él como por sí mismos, en el reino más enrarecido que habita una deidad viviente del juego. Como tal, merece un trato excepcional, ya sea porque sus seguidores se inclinan ante él en una plegaria o porque el hombre más poderoso de Qatar lo envuelve en un bisht.

De alguna manera, Messi no se deshizo en lágrimas. Fue como si, al igual que los 88.000 espectadores del estadio Lusail, estuviera demasiado alterado emocionalmente para comprender lo que estaba sucediendo. Parecía sorprendido incluso por la llegada de su madre, Celia, que saltó al campo para abrazarle cuando estaba de espaldas.

Había demasiadas sensaciones que procesar, demasiadas alegrías que reconocer. A lo largo de la épica confusa de un partido que había pasado de la alegría a la desolación y viceversa, dos veces. Sólo cuando Messi recibió su medalla de ganador se pudo ver que asimiló la magnitud de lo que habia logrado.

La magnificencia de Messi se define más por lo que hace sentir a la gente que por lo que hace con el balón en los pies. Esto era cierto incluso antes de la final, cuando un periodista argentino le dijo que el resultado era insignificante, teniendo en cuenta a millones de niños a los que había inspirado. Messi asintió con la cabeza, pero de un modo que sugería que no estaba del todo de acuerdo. 

Messi había hecho de este trofeo la ambición de su vida, después de haber visto esfumarse aquel del 2014. Evidentemente, decidió no vivir la misma pesadilla otra vez.

Mientras tanto, los cánticos de “Messi, Messi” llenaban el cielo nocturno mientras los campeones desfilaban por el bulevar Lusail. El jolgorio era tan estridente que se sospechó que Argentina ni siquiera habría terminado en Navidad. 

No es habitual que el amor de los aficionados se concentre de forma tan desproporcionada en una sola figura. Pero en éste, su quinto y último Mundial, Messi se ha acostumbrado a subvertir las reglas. A sus 35 años, lo ha marcado en todas las rondas del torneo. Ha desafiado el dolor de una molesta lesión en la pierna. Y ha impulsado a Argentina a conquistar el mayor premio de todos tras perder su primer partido contra Arabia Saudí.

Ha participado en todo en esta final, incluso en la asombrosa jugada de equipo con la que Argentina marcó su segundo gol, soltándolos con un pase visionario. Supo aguantar las subidas y bajadas, esperando el momento de ejercer la máxima influencia. Y tras dos horas y media de un espectáculo sin igual, tuvo su recompensa, celebrando la consumación de su sueño junto a sus tres hijos.

Para su audiencia con el Emir, hubo que construir en breve tiempo un complejo escenario en forma de cinta donde recibió el bisht ceremonialmente. Messi no estaba en condiciones de protestar por la injerencia, dado que su club, el París Saint-Germain, es propiedad de Qatar. 

Los fotógrafos habrían preferido que sólo vistiera la camiseta azul y blanca de Argentina, pero para un icono de la talla de Messi hay ciertos protocolos que respetar.

Así, se ha bajado el telón de un Mundial complejo y de una vida deportiva de brillantez ininterrumpida, dificilmente se podría pedir más.

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